lunes, 10 de agosto de 2009

(sin titulo)


Atragantarse, atolondrarse, aturdirse.

Quedarse sin aire. Escupir y vomitar.

Es un espasmo de palabras sucias y tiernas; la náusea despechada de escándalos irresistibles.

A veces escueto, a veces desmedido, es un charco que salpica y mancha. Es saliva seca. Un loco que habla un idioma inventado, una música inconexa. Frag- men- tada, dELiRante, que huele a dama de noche, que huele a verdad. Es una conversación silenciosa con la sangre. Reírse solo.

Una discusión de uno (o de varios) contra muchos unos y (casi siempre) contra un solo vario: el otro, vos (yo), vos y yo. Un agujero blanco – un espacio, el resquicio – en plena oscuridad.
El miedo convertido en caricia de tinta sobre un papel.

Es ahogarse con el aire respirado demasiado fuerte (demasiado) ; haber advertido algo insignificante que estremece el dedo chiquito del pie. Una uña. Es bailar un lento con la Bestia, estrujarlo, abrazar su perfume brutal.
Es morderle la cola al gato.


Es tocar lo que no se puede tocar. Jugar con fuego y reírse. Robar y salir corriendo.
Mentir. Traicionar. Amar.

Es confusión,
es las cosas sin nombre.

Cosas. Eso, sí, cosas (a penas dos, tal vez tres nombres propios). Cerrar los ojos con los ojos abiertos y ver, y escuchar, y oler, y jugar con
esas cosas sin nombre.

Es correr a un lugar. A cualquier lugar. Esconderse, acurrucarse. Es llorar para regar las plantas y que crezcan. Convertirse en un ángel. Decir grandes verdades en secreto, contárselas a una piedra, contárselas al viento. Enterrarlas bajo la arena y descubrírselas al mar. Nadar. Seguir nadando.

Emocionarse con un ratón y con una nube. Gritar en voz baja. Detenerse a escuchar el llanto de una pestaña extirpada en soledad.
***
Es un niño en puntas de pie a la hora de la siesta.
***
Para mí es, sobre todas las cosas: acariciar un fantasma. Seducirlo. Besarlo. Sacarle la ropa. Un sabor amargo que se convierte en chocolate. Una niña que se hamaca durante horas. Sube. Y baja. Sube. Y baja. Sube. Y baja. Es los gritos desesperados de un sonámbulo en celo; los susurros tímidos de una abeja maníaca. Cuando hace frío, es el titiriteo de los dientes y un frenesí intermitente que te arranca el alma. Son los temblores del cuerpo, el resquebrajo de la voz y la agonía en el cuello, detrás de la oreja, cuando estoy sola. Es cada palabra que no anoté, cada cosa que me olvidé de decir y cada idea genial que no tuve.

Es un extraterrestre que está creciendo adentro mío y que cambia cada vez que lo pongo frente a un espejo. Murmura, muta. Le van saliendo garras, le crece el pelo. Emite sonidos guturales y aunque lo intenta no habla: resultó mudo de realidad. Gruñe, se queja. Se enoja y salta. Muje. Es un munji, tal vez, un unicornio blanco al que le salieron colmillos y solo se alimenta de sangre. La bilis negra más un estrépito de amor desenfrenado. Un sobresalto a la madrugada, una avalancha de futuros improbables. Y sin embargo, es el único modo de exisitir estando vivo. No morir solo. La dulce compañía de palabras, melodías, sombras detrás de los árboles del recuerdo. Y sus infinitas ramas. Sí, es querer saltar siempre, precipitarse en la cornisa cuando la humedad resbala los pies. Es decidir caerse.

Preferir estar allá y hacerse amigo de un ratón,
de una nube,
de un extraterrestre,
o de un unicornio con colmillos.



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