miércoles, 23 de julio de 2008

(sin título)


Otro día,

hoy tengo los ojos silenciosos.


martes, 22 de julio de 2008

La cama es su tumba

Ella sube las escaleras, despacio. En la mano derecha lleva una taza de café negro. El mango está roto y vuelto a pegar pero igual quedó descascarado en la parte inferior (se ve la cerámica como si fuera el hueso). Podría volver a romperse en cualquier momento. En la mano izquierda lleva el cuchillo. Es el cuchillo de cortar la carne, el único que de verdad corta.

Llega a su habitación. El perro se le mete entre las piernas y ella hace un esfuerzo por no caerse. No tropieza ni vuelca el café.

Tiene puesta una bata blanca. Su piel también es blanca. Cuando se mira en el espejo piensa que parece una heladera. Tan fría como una heladera. Se da cuenta de que pasó tanto tiempo mirándose en el espejo que ahora el café también está frío. Se sienta en la cama, apoya el café frío en uno de los extremos, entreabre la persiana y espía a su vecino que toca el violín. Puede oírlo. El café frío, la bata blanca, ella-heladera, y el violín. Todo encaja en esa tarde pasajera.

Se mira los pies. Sus pantuflas son dos ridículas patas de elefante. Duda: ojala hubiera sido un elefante (¿o un insecto monstruoso, gigante?). Su perro la mira y mueve la cola. Ella es una estatua blanca. El ladra, mueve la cola. “El”. Piensa: el pronombre es el mismo que se usa para los seres humanos. Al fin y al cabo ella también es un animal. El perro ladró y ella se sobresaltó a penas. Lo mira. Al girar la cabeza se encuentra inesperadamente con el espejo otra vez. Siente frío.

Se levanta, se saca la bata y se prueba un vestido rosa. Le queda demasiado corto, le queda chico. Se pone otro, negro, largo. Parece gustarse (es la primera vez que sonríe –acaso en mucho tiempo). De pronto se oye una canción, es un bolero: “Fui la ilusión de tu vida...”suena en alguna casa de barrio (¿en la suya?). Ahora se pinta los labios de rojo. Se siente de 50 años aunque solo vivió la mitad. Se pinta demasiado los ojos (parece un oso panda). El violín se confunde con la canción de barrio. Suenan a destiempo, como fuera de sincro. Cada música en su tiempo, tiempos diferentes. Se vuelve a sentar en la cama. Ahora es una estatua negra con los labios rojos y los ojos de un oso panda (¿qué pasó con el elefante?). Se acuesta y se acomoda el vestido. Se plancha a sí misma. No son caricias.

Ahora, mientras tararea el violín, estira el brazo para alcanzarlo. No llega, se estira más. En la contorsión vuelca la taza de café que había dejado en el extremo de la cama. La taza se rompe indefectiblemente y el piso queda cubierto por minúsculos pedazos de hueso. El perro se acerca, no mueve la cola. Ella, con el puño bien cerrado, apoya el cuchillo en el pecho y cierra los ojos negros.

El perro ladra.